miércoles, 18 de noviembre de 2015

EN POCAS PALABRAS...

Hace unos meses, quizás un año, mientras esperaba "norecuerdoaquién" en la Librería Rosario Castellanos, en México DF, se organizaron las ideas que luego apuré a mi regreso a casa y nació este relato. Soy un palabrero, juego con las palabras, las huelo, las toco, las zarandeo y nacen estos textos imperfectos que luego comparto con mi voz.
"En pocas palabras..." fue publicado (por un error editorial sin mi nombre) por la Revista Contante y Soñante de la Corporación Vivapalabra hoy lo comparto porque ando con ganas de charlar con el mundo.
Mi abuelo era un hombre de palabra – decían
¿Una sola palabra?- me preguntaba aunque tenía la certeza de que sabía más de una; pocas eso sí, pero más de una.
Sus manos eran callosas pero suaves. Eran como la tierra: a ratos blandas, a veces duras; y frías y calientes y húmedas y secas.
Su mirada tenía la apariencia de un lago: profunda, limpia, misteriosa.
Mi abuelo no contaba cuentos, contaba su vida que era como de cuentos. Yo lo escuchaba queriendo entrar en sus pocas palabras; las precisas, las verdaderas.
Él sabía compartir como nadie las cosas pequeñas y difíciles de repartir entre todos
Su larga barba blanca llegaba más allá de sus rodillas y por las hebras plateadas de su pelambre mis primos y yo subíamos a buscar el pozo de sus besos apagados y secos pero dulces
Mi silencioso abuelo tenía tanta azúcar que, en la siesta, venían a morderle las hormigas; entonces él roncaba y resoplaba para que ellas buscaran el camino que llevaba hasta el tarro de azúcar de la cocina y que custodiaba mi abuela.
A papá –así le llamamos siempre- le gustaba verme cantar, recitar poemas de memoria y, en las tardes, me pedía que leyera en voz alta y clara las noticias porque juntar las letras del periódico se le hacía muy difícil.
Cuando la noche era oscura, los ojos de mi abuelo eran faros. Cuando la noche era más noche saber que mi abuelo nos velaba hacía que la oscuridad fuera mentira. Corríamos entonces a cazar los cocuyos que el abuelo llamaba haciendo ruidos con el dedo índice moviendo sus labios.
Venían todos los cocuyos del mundo. Cazábamos cientos de ellos y los guardábamos en frascos de cristal para alumbrar la noche. Mis primas mayores, que ya andaban preocupadas por el amor y el matrimonio, agarraban a uno de los pobres bichos, lo colocaban patas arriba y cantaban: - Cocuyito cocuyito cuántos novios voy a tener… Lo soltaban y según las veces que este saltara para librarse de nosotros y volver a volar, sería el número de amores que depararía el destino.
Yo nunca pregunté cuál sería mi futuro amoroso.
Mis primas se hicieron mujeres y en una de esas noches en las que al parecer ya estaba dispuesto a crecer, me atreví a realizar el ritual: el cocuyo más grande y encendido patas arriba, mis primos más pequeños bien atentos y el abuelo velándonos la noche.
- Cocuyito, cocuyito cuántas novias voy a tener… - dije tímidamente y se hizo el silencio. Yo esperaba. Yo temblaba. Entonces, e l cocuyo se volteó sin saltos y sin ruidos; miró mis ojos asombrados con sus ojos encendidos y alzó el vuelo.
El abuelo se acercó, acarició mi cabeza y con sus pocas palabras me dijo al oído:
- No te preocupes, hay verdades que ni un cocuyo sabe decir.
Se acabó esa noche, pasaron muchas otras hasta que un día se marchó el abuelo llevándose sus pocas palabras, sus manos, sus ojos, su barba, sus besos. Yo no he vuelto a cazar cocuyos y la vida me ha obligado a nombrarla con voz propia.
Hay verdades difíciles y hay verdades hermosas.
Mi abuelo de pocas palabras era un hombre generoso y sabio.

Hace un año y medio tuve el privilegio de que Andrés Montero y Nicole Castillo me pidieran prologar un trabajo que la Compañía chilena "La Matrioska" (que ambos fundaron y sostienen) realizara en dos barrios de Santiago de Chile, una experiencia que puso el acento en la cara instrumental de este oficio que compartimos y en el que creemos.
Agradezco la confianza y aquí dejo algo de las reflexiones:
Poner voz al recuerdo es un acto de dignidad, es un ejercicio sanador que dibuja las aristas del camino surco que hacemos en este ir y venir de la memoria que nos consuela a veces, otras nos desvela y otras tantas nos obliga a cerrar los ojos como queriendo borrar imágenes, sucesos, acontecimientos.
El humano es humano porque recuerda y, nombrando el recuerdo,  viaja a su pasado, lo fabula, lo sublima y lo ennoblece porque todo tiempo pasado fue mejor si se dice  y se comparte desde el lugar en que el afecto le devuelve a la vida su grandeza y rescata a los hombres y mujeres del pantano insondable del olvido.
Corren tiempos difíciles para la especie humana, el progreso nos aliena y nos despoja de palabras y gestos, de abrazos, de miradas, de espacios que nos permitan contar de dónde venimos y trazar el dibujo de a dónde queremos ir, pero aún nos queda la voz, nos quedan los cuentos, nos queda la memoria.
La tradición oral sigue viva y regalándonos la estructura maravillosa y flexible del decir con voz propia, sin los artilugios de la literatura ni las cadenas de la semántica y de la gramática. La oralidad nos permite y nos exige volver a los lugares comunes y quitarle y ponerle todo lo que la memoria emotiva nos exija para convertirlos en esa parte nuestra que queremos que trascienda a la prisa y a los lazos virtuales.  Hay que escuchar la voz ancestral que vibra y nos propone volver a juntarnos para contar la vida con palabras sencillas, fáciles, cercanas.
Vida y cuento van de la mano, inseparables, complementarios. La vida es el cuento en estado puro y el cuento sólo es verdad cuando el narrador lo vivifica con su voz, con su experiencia y lo pasa por su memoria y quien lo escucha lo enlaza con sus vivencias (vida y sueños) y lo devuelve o lo reinventa o lo desarma.
Ahora tengo la certeza de que el olvido tiene menos presencia en Yungay y en La Victoria;  lo digo con la convicción con la que encantan y endulzan mi oído las voces que hay atrapadas en las palabras que conforman las historias recogidas por Andrés y Nicole y porque sé, por experiencia propia, que quienes escucharon a sus convecinos y familiares narrando los recuerdos comunes ahora tienen ganas de vivir para que alguien cuente luego su vida o saben que poner alas al recuerdo es permitirnos el derecho a trascender gracias al juego liberador que proponen los cuentos.
Esta experiencia me provoca a mirar la historia cotidiana que el río de la prisa se lleva porque si y me exige encontrar palabras para contar mis días que son los días de los otros, nuestros días de hoy en los que la memoria incansable no deja de tejer razones y pretextos para sostenernos, para nutrirnos la raíz y ampararnos el vuelo.
Gracias, amigos, por abrir espacio a la palabra sencilla y humana, por poner campanas que censuren  al silencio, al olvido y permitir a la memoria que cante y cuente, que exija con voz y acento propios su derecho a nombrar y a definir quiénes somos.