martes, 2 de abril de 2013

EL "NOCUENTO" DEL CUENTO DE UNA NOCHE


Quiero contar el cuento de una noche en que conté en mi pueblo y no tengo palabras.
Quiero contar con las frases precisas lo que sentí, lo que viví y un nudo no me deja.
Y el nudo no está en la garganta, ni en la memoria, ni en la voz.  El nudo sube y baja y a veces es un lazo, otras es una hebra de hilo que busca la aguja perfecta para remendar los recuerdos, zurcir los jirones que dejó la prisa en la memoria y poner luces en los tramos oscuros que alejan a Meneses y a mi infancia de la Historia Universal y los sumen en el ir y venir por los polvorientos caminos del olvido.
¿Qué son la infancia y el recuerdo?¿Qué es la ausencia?
Tenía cuatro años el día que, en harapos, pisé el escenario de la Iglesia Presbiteriana de mi pueblo, la de La Seño, la maestra de maestros de Meneses que castigaba con besos colorados a los chicos traviesos. Pareciera imposible pero entonces había gente que defendían la fe y el hecho de no ser aun pionero, me permitía ciertos deslices con las doctrinas.
Luego vino el olvido, la mentira, la prisa, la fuga de los Reyes Magos, las ideas, la muerte y mil cosas que habré de contar el día que encuentre las palabras - no sé si porque ya encontré las razones o siempre las tuve demasiado calladas-

Era un viernes de marzo, los harapos estaban en el alma. Yo llevaba mis únicos zapatos de salir (sigo teniendo esa manía), un pantalón falso que a los ojos de los deslumbrados y a los ciegos, era de marca y una camisa negra que me agencié en Buenos Aires por cortesía de Javier y que ahora es imprescindible en mi escaso ropero de cuentero sin casa.
Era otra vez la Iglesia Presbiteriana, la nueva - la de antaño se la llevó el olvido, el comején, la ignorancia-
Era el niño pecoso que recitaba poemas de Martí y que cantaba. El niño que a medias cargo porque una parte se quedó esperando a que mi calle volviera a ser un río.
Eran muchos ausentes (o demasiadas presencias) y las caras del barrio, los niños de mi niñez, los amigos de mis padres que me contaban del pasado de mi pueblo. Eran la muchacha que rezaba cuando estaba no sé si mal visto o prohibido y la que se arreglaba las uñas mientras escuchaba a Serrat. Era la misma madre que repetía los textos que tenía que aprenderme cuando aún no sabía leer, mi hermana con miedo de mi miedo y su miedo de mirarme a los ojos para no romperse y romperme, mi sobrina que no encuentra palabras para tanta ingenuidad, las vecinas, los amigos, algún desconocido, parientes, amigos de los amigos de los amigos de los amigos, hijos de los amigos de mis padres, los hijos de los niños de mi generación de sueños y futuro y así hasta la infinitud de vínculos que generan los pueblos pequeños como el mío. Eran miradas que se desprendían del rostro de hoy para buscar los colores de antaño.

Es por eso que no tengo palabras, porque me miran todos desde esa noche y no sé como decir que fui feliz, que soy feliz, que mi abuela Nena tenía razón cuando me llamaba "privigeliao".
Y es que no hay privilegio más grande que volver a tu pueblo a contar la historia que te inventas para salvarte de la prisa y del miedo; del desarraigo y  del olvido y que la gente que conozca la verdad la asuma, la defienda y la escuche con la convicción de que   el recuerdo puede poner las cosas en su sitio si se dice desde el más profundo respeto, desde la certeza que supone haber vivido en el lugar adecuado y en el momento preciso.

Ahora no tengo palabras, tengo razones que no se pueden nombrar porque se sustentan en la compleja raíz de los principios y en la maravillosa esencia de las emociones.