martes, 23 de agosto de 2011

Sueños, fugas y divagaciones

¿Viajar o estar siempre con las ganas de encontrar horizontes? Ese es quizás mi dilema hasta que el avión despega y el mudo se va haciendo pequeño y todo es horizonte como en los días lejanos de mi niñez campesina sin brújula y sin carta de viaje porque el único punto permitido del mundo era Meneses y sus calles pequeñas, sus rincones, su gente y aquella manía vieja de soñar escapadas y reencuentros cada verano en que venían mis primos y mis primas con noticias de otros lugares del mundo (Mi universo era sólo Cuba, salir de allí era sólo posible echándole imaginación mientras mirábamos el mapamundi del aula o la bola del mundo o reinventándose la vida gracias a las peripecias de los personajes que se apretaban en la biblioteca de mi escuela, excelente, por cierto)
Pero definitivamente soñar es bueno y mejor aún si se tiene la esperanza de que un día se abrirán las ventanas y las puertas y caerán los muros donde se empoza la niñez sin otros alicientes que la fantasía y el juego.
Todo lo que deseé por futuro tuvo implícito o manifiesto la fuga, el abismo, la ruptura, la conquista, la huida pero todo ello llevaba siempre las ganas de volver, no sé si a envejecer o a recoger un beso, no sé si a acomodar el recuerdo a llenarme de los olores que cada mediodía de mi barrio despertaron mi vocación de cocinillas y mi esencia de amante de la gastronomía (también el gordo que soy)
Mi primera escapada real fue a los doce años, hace treinta y tres, entonces dejé atrás las Secundaria en la esquina de casa, a los amigos de la infancia, los únicos que había tenido y me fui sin saber que era duro partir y empezar de cero a agradar y aceptar, a construir un yo que, por su naturaleza, se hacía más complicado que otros “yoes”.
Ahí empezaron los miedos que ahora son certeza, las preguntas que ya no lo son más porque las respondí a fuerza de perder la inocencia y empezaron a nacer interrogantes que no tendrán respuesta y otras que juego a no responder por miedo a parecer que vengo de vuelta de todo.
Ahora, otra vez, tengo ganas de fugas no sé si el amor roto o herido, no sé si porque he descubierto que no eran raíces sino alas mis lazos con el presente que desde hace casi doce años construyo, pero tengo ganas de empezar de cero, de estrenar la vida en un lugar sin nombre con olores por definir y sabores por asimilar, con gentes por descubrir y sobre todo compartir la vida con personas que tengan esta necesidad de fundar y construir vínculos con este tiempo aprisa que lacera esperanzas.
¿Será que vuelvo a adolecer? ¿Será que la adolescencia tiene la suerte de la espiral que no se desprende del punto de partida y siempre vuelve sin llegar a ser la misma?
No sé, pero lo cuelgo por si acaso alguien tiene una respuesta o una pregunta mejor planteada que, a veces suele ser mejor camino.

domingo, 7 de agosto de 2011

Cuando se mira cara a cara la vejez (Viejas cajas)


¿Cuántas veces pasamos de largo censurando el suspiro?¿Cuántas veces al día nos creemos invulnerables al paso arrollador del tiempo? ¿Qué es lo triste de envejecer y qué es lo amable?
Conocí a Juliana Notari en Estrasburgo, en su casa, he compartido con ella el tiempo suficiente para saberla más que intuirla y he acariciado la desnudez de María, una viejecita que se muestra tal cual vino al mundo o mejor dicho, tal cual la han cambiado los años, para echarnos en cara los falsos pudores; también hemos bailado y cantado y hasta hemos soñado juntos, Juliana y yo porque aunque María te atraviesa con sus ojos tan desnudos como su cuerpo, es una marioneta CREADA por Juliana y escribo creada con mayúsculas por que ella construyó su cuerpo y amuebló el alma y la vida y la habitación de la vieja y es quien da vida a este ser que desarma, a la vez que seduce ¿Es que desarma porque seduce o viceversa?
Esta vez, Juliana y yo, nos hemos encontrado en Agüimes, en el Festival del Sur y gracias a este encuentro he podido tomarme un té con Lucía, una viuda que se mueve con una sensualidad que conmueve y entrar, también, a la vida de Antonino, un clown que te mira suplicante a los ojos porque ha perdido algo tan importante como la memoria y que te deja con el alma rota porque, atado de pies y manos por los prejuicios o el miedo o por las dudas no puedes asistirle y entrar a consolar su soledad o a intentar apuntalar su recuerdo perdido.
La obra de Juliana es poesía, delicada en la forma y de un sabor indefinible en el contenido porque dependerá del ánimo y de la experiencia del que se “entrometa” en la vida de cualquiera de sus personajes; pueden ser ácidos o amargos, dulces, melancólicos, tiernos, suaves, duros, incluso sensuales pero no dejan indiferentes porque es un juego inevitable con la afectividad y con la memoria, con la sensibilidad y con el recuerdo de quien asiste a un acto íntimo de magia en el que “pequeñas cosas” hacen valiosas las cosas pequeñas pero imprescindibles que regala la vida y que la prisa y el pudor, el egoísmo y las convenciones maltratan o ignoran.
Me quedé con ganas de sentarme luego con los asistentes a la puesta de sólo tres minutos y con un espectador para cada ocasión y proponerles un juego de palabras y recuerdos, de sensaciones y poesía, de charla amiga o de abrazos para organizarme el desorden que, magistralmente, Juliana y sus viejos te colocan en los principios y en la vida, en las esperanzas y en los miedos. No pudo ser, pero será, lo digo convencido porque sé que el destino es generoso y habrá otras ocasiones de husmear en la vida de los seres a los que da vida Juliana Notari y aprender de la mirada limpia de las marionetas y de los limpios y precisos movimientos de la “titiritera” que los anima y nos anima a asumir en un instante que cualquier momento es bueno para devolverle al mundo la ternura y confiar, de nuevo, en los afectos.

P.D. No la busque por su nombre de pila, busque Dúo Anfibios y permítase ser parte de este juego en el que su sensibilidad puede ser protagonista absoluta.

Desvaríos estivales

He creído siempre que la confianza es mucho más poderosa que la desconfianza; que la confianza ilumina, funda, libera; mientras que su contrario deteriora el alma, enferma y hace que crezcan el resentimiento y la duda que, en cuestiones de afectos, son buenos para nada.
Pensar en la confianza me ha llevado a un pariente cercano de esta, o al menos eso creo: el querer ¿Se confía porque se quiere?¿Se quiere porque se confía?¿Se puede querer gratuitamente, porque sí, por el simple hecho de querer? O la pregunta que debo hacerme es: ¿Por qué se quiere?
Y lo hago convencido de que ese sentimiento no tiene un por qué, es deslumbramiento y llama, es instinto y tiene la virtud del lago, a veces limpio y otras turbio pero siempre agua renovándose a pesar de su apariencia, agua habitada en la que se refleja el azul a pesar de la oscuridad fangosa de su fondo, de la agitada vida que le puebla y le define.
Hasta hace unos instantes creí que me habían enseñado a confiar, pero no, me enseñaron lo contrario a la vez que me enseñaban la generosidad y el amor ¿cómo es posible?
Tengo un batiburrillo en la cabeza, un “chapichalapi” (como dice mi prima Kenia), un lío y a la vez un dolorcillo impronunciable en el alma porque descubro por enésima vez que hay que desconfiar aunque te vuelva arisco, huraño, paranoico; que hay orejas que sólo escuchan tus dolores para sacarlos luego en tu contra o a favor de alguien a quien creen tu contrario aunque no lo sea (o quizás sí) y te dejan como he quedado este sábado en que el sol, quiere abrasar a La Mancha y a los que en ella pululamos, con o sin raíces.
Pero no dudo, me duelo y quiero y seguiré queriendo y confiando aunque siga doliéndome el momento de asumir que no todos escuchamos, ni queremos de la misma manera porque no sé si estaban en el paquete de saberes que me dieron mis mayores en los que tengo la certeza de haber encontrado la generosidad y el amor, pero como soy mayor y estoy tan sólo decido que en este corazón envuelto en grasa jamás tendrá cabida la desconfianza hasta que este vivir demuestre lo contrario